La vida rural que sobrevivió Olimpia

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Por Sabina Rubio

Curtidas en el aguante y el sacrificio: ellas se encargaron de cuidar nuestros campos, de segarlos o labrarlos, de ordeñar nuestro crecimiento y de cuidar de nuestras raíces. Entre sudores, nos enseñaron a pelear por la igualdad del campo sin saber a penas leer, mientras, momentos antes de parir al cuidado de una vecina convertida en partera a la luz de un candil, seguían trabajando, estoicas, por un futuro falible. Eran estrategas, economistas e incluso enfermeras o veterinarias. Luchadoras abnegadas que lo mismo te cabruñaban una guadaña para cortar la hierba para alimentar a sus animales como ordeñaban vacas u ovejas o guiaban una sembradora tiraba por un caballo durante horas, contabilizando kilómetros y kilómetros entre tierras agrestes que sin su germinar la dieta familiar se volvería a la nada: “había que comer de la tierra. El año que no había patatas el potaje se hacía con un poco de arroz y berzas”. Jornadas interminables que no cesaban cuando llegaban a casa, tiempo para encargarse de cuidar a los mayores de la familia y los niños y mantener el hogar en orden. Sus nombres no figuraban  en las explotaciones agrícolas y ganaderas pero sin sus manos, agrietadas por quehaceres ingentes, éstas no saldrían adelante. Los surcos del dulce y vital rostro de Olimpia Diez, de casi 97 años -cumple el 25 de diciembre- delatan una vida llena de fatigas, con la agricultura y ganadería como principal eje de subsistencia. Reside en el pueblo Villatresmil, concejo de Tineo, en Casa Marcela, adonde llegó hace unos 80 años tras casarse con Quico un mes antes de cumplir la mayoría de edad un 19 de octubre de 1940. “Igual que tuve una vida muy dura, había muchísima miseria, ahora tengo una buena vejez”, avanza.

Y es que Olimpia ya dio la bienvenida a la vida en 1923 en el núcleo tinetense de Peñafulgueiros con mucha dificultad. “Estoy viva de milagro”. Es la melliza de Alfredo, y por aquel entonces inmersa en un ambiente de machismo exacerbado. Su madre contrajo una pulmonía tras el parto. Cuando creyeron que podría amantar a sus retoños “la matrona le dijo que pusiese primero a mamar a la niña porque si tuviese que morir alguno de los dos porque la leche no estuviese en buen estado que no fuese el varón”. Casualidades de la vida, o de fortaleza, Olimpia es la única de sus 8 hermanos, tres de ellos mujeres, que continúa en este mundo. El año pasado, se recuperó de una rotura de cadera. Tras la operación, a los tres días “ya estaba caminando y eso que cuando me llevaba la ambulancia le dije a mi hijo: Valentín aquí se acabó Olimpia”. De hecho, no tenía historial en el hospital, solo en el médico de cabecera por visitas rutinarias.

Hoy hace la comida, va al huerto, planta fabas y desarrolla la matanza del cerdo–San Martín- ayudando a todo aquel que la reclame. “Las manos utilizándolas no se apoltronan”, afirma, y explica jocosa que continua con las labores de labranza porque “tengo que decirle al hijo cómo tiene que hacer porque en la tierra poco trabajó. Si con el tractor, pero no escarbando. Lo que más disfruto es trabajando en la tierra”.

Por amor

Se casó por amor. Llegaron a celebrar los 67 años de casados. Quico moría en 2007. Lo conoció en la distancia de un valle. “Yo iba a cuidar las vacas a un prao que había arriba de mi pueblo, Peñafulgueiros, y Quico iba a un prao  que estaba justo en frente pero en Villatresmil”, recuerda. “Era ruino pero majo de cara”, ríe. “Cuando me veía con las ovejas cruzaba para conmigo dejando las vacas solas”. Y así, “comenzamos a hablar, hablar y hablar”, y tras coincidir en los bailes, que antes se hacían por las casas particulares a ritmo de acordeón, “ya no hubo nada que hacer”, sonríe. Animada por su padre, “que como éramos 8 hermanos quería echar alguno pronto, me casé”. Además, “si tenías un marido que tuviera un mayorazgo de la casa era como si ganases la lotería” y te garantizaba un futuro seguro, explica. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. La estancia en Casa Marcela se la ganó con mucho sudor, esfuerzo y lágrimas. “Había de todo menos nada bueno. Había muchísima miseria. Las vacas eran ruinas y estaban mal cuidadas”. Por si la situación no fuera ya demasiado drástica, Quico, a las tres semanas de contraer matrimonio, fue llamado a filas: “se tuvieron que reforzar las fronteras con África porque Franco no quiso ir a la guerra”. Olimpia ya estaba embarazada de su primer hijo. Lolita nació cuando su padre aun no había vuelto a casa. Durante su infancia, Olimpia ya tuvo mucho que trabajar pero por la mañana podía ir a la escuela a Fastias.  Por las tardes “solo iban los niños, que eran los que tenían que aprender más. Nosotras íbamos con el ganado al ‘prao’”. Pero no fue hasta los 11 años que se soltó a leer “con las coplas -una de sus pasiones- que me traía mi padre de las ferias. Las vendían los mutilados de guerra” para ganarse el jornal. “Nosotras siempre servíamos a nuestros hermanos, y cuando tuve a mis hijos, Lolita y Valentín, el machismo se acabó. Siempre los traté por igual”, sentencia.

A pesar de su determinación, a menudo fue menospreciada. En Casa Marcela no siempre encontró el abrigo y el calor familiar entre sus ocho habitantes aunque se desviviera por sacar adelante la economía familiar. De hecho, es toda una institución  en el San Martín. “Me hice profesional para sacar algo extra”. Embutir lomos, adobar costillas o atar chorizos. “Mucha gente aprendió conmigo. Todavía voy a ayudar, que aunque no haga mucho les doy seguridad”. Calcula a ojo las cantidades, un don adquirido en los 79 años de experiencia: el año pasado “estuve atando para nueve casas”.

Carmona, hermana de su suegro, Valiente, y con una minusvalía psíquica la insultaba y maltrataba “con la menor excusa”. Esfuerzos, penurias y sacrificios que se esfuman y olvidan al hablar con orgullo de sus hijos, nietos -Edita, Pablo, Jovino y Fran-, y bisnietos -Belén, Izan, Daniel y Marcos-. Ella cuidó de toda la familia sin reconocérsele nunca su labor y valorarle su buen hacer, tanto dentro como fuera de casa. Hoy, su mérito es reconocido por todos los que la rodean.

Gracias a su mellizo consiguió cotizar a la Seguridad Social, con el apoyo incondicional de su hijo, “mi marido no quería porque decía que con su jubilación sería suficiente para los dos. Pero era su dinero, no el mío”, reivindica. Cuando “me vino mi primer sueldo fui la mujer más feliz del mundo: 39.450 pesetas. Yo estaba loca con el cheque. Era independiente”.