Hay imágenes que se quedan grabadas en la memoria. Hay relatos que pasan a formar parte de nuestra historia. Narraciones del ayer que las mujeres rurales de hoy amparamos con respeto y orgullo de una generación que nos ha dignificado un camino para el auténtico reconocimiento a su labor y, por consiguiente a la nuestra. A nuestros derechos. Nos abre, emocionada y “muy contenta”, las puertas de su hogar, Casa Miguel. Albina Cabo Rodríguez nos espera sentada en la cocina mientras sostiene la placa conmemorativa que le ha entregado el Ayuntamiento de Tineo por alcanzar los 100 años de edad. Sus manos, unas manos que han soportado horas y horas de ingente trabajo: “fui muy esclava siempre”. Su rostro, amable, surcado de vivencias, algunas buenas pero otras desoladoras, y curtido al sol. No pierde su sonrisa a pesar de la crudeza de su relato que se nos antoja lejano pero que aun hoy en un entorno como la España vaciada hay constancia con nombres y apellidos en femenino. No obstante, asegura que “fui muy feliz”. En una sociedad en la que la brecha de género parece cada vez más impenetrable, son muchos los que ignoran cuál es el auténtico papel que juegan las mujeres en entornos rurales, y especialmente en ocupaciones del sector primario como la ganadería y la agricultura. Su labor en la cuadra se ha visto invisibilizada durante siglos tras la figura del cónyuge, quien era, merecedor o no, de la titularidad de la explotación.
Ordeñar las vacas, dar de comer a los cerdos y ovejas, voltear la hierba para que la seque el sol, cultivar lo necesario para alimentar a la casa, mantener la ganadería a base de remolacha, patata y zanahoria, gestionar algún trueque, recoger la fruta y vuelta a empezar. Tanto da, porque su marido, “que fue muy bueno y murió joven. No quise saber más de otro hombre. Él era mi vida”, Francisco Queipo, sabía mucho de cómo cultivar la tierra y manejar al ganado pero muy poco de atender la casa en tiempos de supervivencia, de una economía doméstica que requería ayuda de la familia y un esfuerzo desgarrador de mujeres, la mayoría anónimas, como nuestra protagonista.
Albina nació en Casa Anxelo, en Castañera, concejo de Tineo. A sus 19 años, casó en La Rodical con Francisco y se asentó en Casa Miguel. “Al poco, ya tuve a mi primer hijo, Eladio”, en el que encontró el relevo generacional de la explotación pero que la vida le arrebató. Le costó superarlo, “era mi Dios”, reconoce entre lágrimas. Camina con andador y le falla el oído, ¿el secreto de su longevidad? Quizá la genética. “mi madre murió con 102 años”. Pero, sin duda, amor, mucho amor. Vive con su nuera, Marisa Villar, y aguarda ansiosa la visita del resto de familia.
Estaba acostumbrada al trabajo en el campo, a la lucha diaria, por lo que no le supuso gran esfuerzo acostumbrarse a la vida en el núcleo vecino. Rememora una infancia difícil. Prácticamente, “me pasé la vida sembrando cereal, sobretodo maíz y trigo. Recogíamos sacos y sacos de trigo. Teníamos molino”. Recuerda transportar leña para dar vida a un fuego siempre encendido en casa. Era con el que se calentaban pero también con el que cocinaban. No había agua corriente, por lo que sacar agua del pozo “tirando de roldana” era uno de sus quehaceres.
Aunque desde muy pequeña bregó con picones y azadas, la labor se endureció cuando contrajo matrimonio: “aquí estaban todas las fincas muy lejos. ‘Garraba’ un cesto a la cabeza y llevaba la comida para un rebaño de gente por los prados”. En definitiva, “trabajé sin parar” pero reconoce que “me ayudaron mucho los hijos. Los sacaba de la cama para ordeñar, que de aquella había que hacerlo a mano, antes de ir al colegio”.
Tras Eladio, llegaron María de los Ángeles, Manuel, que vive en Bruselas, y Francisco. Además, presume de nueve nietos y ocho bisnietos “más uno que viene en camino”. María de los Ángeles destaca que su madre “se adaptó muy bien a la vida. Vivió a la antigua cuando tocaba pero también se acostumbró a los cambios y a la vida moderna”. Cuidó de sus nietos, “los llevaba a las carrozas en Tineo, a la piscina en verano, los preparaba para ir al colegio. Todo. Siempre estuvo entregada a la familia”, explica su hija.
Por ello, “mientras pudo”, cada Navidad viajaba a Bruselas a visitar a Manuel. “La primera vez que subí en avión, que fue cuando se casó, fue maravilloso. Fui con mi marido”. A partir de ahí, “para las navidades me sacaban el billete y estaba allí hasta después de Reyes”. Lamenta que a consecuencia de la pandemia “lleve tanto tiempo sin verlo”, incluso “que no me den besos”. Y es que “no entiende las restricciones por la Covid -19, que es por su seguridad. Nos dice que ella vivió una guerra que nada le va a pasar porque le den un abrazo los hijos y los nietos. Es muy cariñosa”, apunta María de los Ángeles.